Por: Javier Meléndez Cardona
Antes de abordar el camión de Bolo y partir a este largo viaje, en la maleta meti mis tres mudas de ropa, el certificado de la primaria y muchos sueños.
Cuando Bolo detuvo su camión frente a mi casa, yo ya estaba preparado para abordarlo; pero, aún así las manos me sudaban y sentía una extraña sensación, como que el oxígeno que respiraba no era suficiente para abastecer mis pulmones.
No era fácil para un niño de doce años irse a un lugar recóndito ubicado a ochocientos kilómetros de su pueblo, con la promesa de regresar de vacaciones en tres meses y medio.
Cuando salí del pueblo hubiese querido llevarme a todos sus habitantes en el Caballero Azteca, pero no cabrían en aquel armatoste en el que Bolo brindaba el servicio de transporte.
Bolo era el conductor y al igual que la tienda El Venadito, a donde llegaba el correo, eran los puestos más importantes en ese tiempo, más que el del «mismísimo» presidente.
El camión de Bolo era un viejo autobús de pasajeros de color guinda con blanco, pero la pintura estaba muy decolorada por su exposición al sol, lo que daba cuenta del modelo y las condiciones en que estaba.
—Si al menos me pudiera llevar a mis amigos—.
Cavilaba y como vértigo, mis pensamientos se atropellaban unos a otros: recordé cuando en este mismo camión fuimos a Casas Grandes a conocer la zona arqueológica de Paquimé, en aquel viaje escolar; varias ocasiones, tuvimos que descender del camion para empujarlo porque la batería no acumulaba la suficiente carga.
Pensaba que, mis amigos actuales no podrían ir conmigo.
—Sería imposible: sus padres no les darían permiso—.
De modo que, ya sin mortificarme, acomodé la maleta sobre un asiento desocupado y yo también me senté a un lado para encontrar el equilibrio entre tanto brinco a causa del camino de terracería en mal estado para llegar al Entronque de carreteras.
Ya cuando enfiló rumbo al Entronque, se agotó el tiempo y abruptamente tuve que descartar una tras otra las opciones que se sucedían en mi mente, aún de niño.
Continuar mis estudios más allá de la instrucción primaria, como era el proyecto de este viaje, no era común, no al menos en la vida de este pueblo campesino que en su memoria colectiva sólo recordaban el caso de Cacho López, como la única persona que salió del pueblo a estudiar.
De modo que, sólo pude llevarme a un entrañable amigo, a Nazario Galarza. Mi papá previamente había hablado con el papá de él y ambos decidieron enviarnos a estudiar al internado de salaices, muy lejos de nuestro mundo sencillo, pero muy nuestro. Nuestra área de confort.
Pronto Chayo y yo, éramos los joviales pasajeros en el camión de Bolo, entusiasmados con la oportunidad que la vida nos brindaba.
El conductor sonreía al ver por el retrovisor a aquel par de muchachitos traviesos que buscarían forjarse un destino en otra parte del mundo y él sería el conductor de esa, su primera escala.
Unos meses después el camión de Bolo sacó también a mi familia de aquel pueblo norteño, cuando nos regresamos a vivir a Samalayuca, a trabajar las tierras que mi papá heredó de mi abuelo, don Adolfo Meléndez, de modo que mis primeras vacaciones de secundaria ya fueron en Samalayuca y no en la Colonia Victoria.
Con el tiempo, Bolo y aquel autobús dejaron de dar servicio de transporte a los habitantes de La Victoria.
Aquel medio de transporte de pasajeros desapareció y yo me quedé con el boleto de regreso en la mano y no he podido hacerlo efectivo para regresar a mi entrañable pueblo.