Por Enrique Lomas Urista
En eso de comprar un árbol de Navidad natural siempre anduve por las ramas, por aquello de la ecología y la certeza de que estaría comprando una especie de pino zombie. Pero me conmovió verlo tan solo, sin cumplir su deseo póstumo de anidar en una sala cálida para morir o agonizar frente a una chimenea.
Como un compasivo doctor Frankenstein lo arropé con un vendaje de papel y lo trepé en mi carroza para llevarlo a la cabaña, en donde recelosos pinos enanos lo esperaban, bien plantados y vivos.
Ya dentro de la sala familiar pareció cobrar vida y nos perfumó el alma con, quizá un último suspiro contenido desde su lejano país septentrional, para acabar de devastar lo que nos quedaba de culpa.
Nunca supe a ciencia cierta si durante todo el mes de diciembre se hizo el muerto, porque jamás perdió su verdor y las bofetadas de olor que nos lanzaba a cada momento nos hacían sospechar su posible inmortalidad. Es más, lo amamos como si hubiera crecido en nuestro patio y el aroma de canela, guayabas y tejocotes de los ponches, más de una vez se sintió desplazado por el expansivo olor de sus ramas, de ese perfume a bosque que se metía por las narices y anidaba en nuestros espíritus.
Lo sentíamos orgulloso portador de esferas, listones, moños y arrumacos fotográficos, sin percatarnos de su inminente fin. Por eso ya muy entrado enero fingimos que era uno más de la familia y le seguíamos alimentando con agua fresca en su base, abriéndonos paso por entre su follaje abrazador. Pero llegó el momento de desmantelar el espíritu navideño y lo desnudamos de adornos para intentar verlo tal cual era: un pino de Navidad en tránsito hacia la muerte. En su defensa, el robusto pino nos fustigó los corazones con su belleza indescriptible y con una rama me derribó una lágrima fugaz.
Me despojé de la cordura (como siempre que llego a amar algo) y lancé una mirada cómplice a mi pareja, que sin pestañear aprobó mi locura y me ayudó a arrastrar el pesado pino hacia el jardín frontal en donde todavía crecen sus primos lejanos y celosos.
Lo erguimos sobre el pasto y lo plantamos justo en el lugar en donde sembramos sueños y combatimos la cizaña. No supe si estábamos asistiendo a su funeral definitivo o si plantamos con él nuestra última esperanza. Pero ahí sigue verde, desafiante y perfecto, nuestro amado pino navideño.