Por Enrique Lomas Urista
En esa ciudad de Torreón de las décadas 60 y 70, todos los varones en edad de respirar y patalear fuimos arrojados a la vida laboral entre los 9 y los 14 años de edad.
Descendientes directos de los Boomers, fuimos forjados en la cultura de sacarle agua, sangre y una que otra confesión a las piedras y al desierto.
Mi caso fue especial, porque fui de los menores hijos de una pareja en quiebra económica y sentimental que concibió 5 mujeres y un varón. De manera que las tácticas que había que aprender (de padres mecánicos , carpinteros, albañiles, etc.) para convertirse en un hombre hecho y derecho, fueron suplantadas por una madre que había aprendido bien el arte de ser acomedida en los quehaceres domésticos y en el estoicismo de esperar mejores tiempos.
Con un padre omniausente que se lanzó a salvar el mundo con la biblia y el Capital debajo de cada brazo, no le quedó a mi madre que lanzarme a los mezquinos brazos de los ‘maistros’ de los que había que aprender de todo sin paga alguna. Así aprendí a maldecir y a dejar relucientes las máquinas de escribir, sumadoras y rudimentarias calculadoras de los reparadores de barrio. También incursioné en el espinoso negocio de las florerías y como dependiente emergente de una paletería. No había gimnasios para los pobres y tampoco admitían a los niños, pero muchos desarrollamos cierta musculatura al cargar pesadas bolsas de mercado a cambio de un mango o de una naranja.
He de confesar que cuando el trabajo fue medianamente remunerado hice cosas muy malas: sostuve la pata de un ternero desahuciado y me metí bajo el entarimado de un escenario de iglesia mormona para combatir un ejército de feroces ratas. También en ese contexto hostil aprendí las artes marciales callejeras y probé el sabor de mi propia sangre y la asfixiante sensación de un puño en la nariz.
Todo eso aprendí fuera de casa, pero lo más difícil, lo más incomprensible, fue lidiar con la consigna cotidiana de ser despertado por mi madre en la alta madrugada, para descartar si los los ruidos provenientes de la sala y el comedor familiar correspondían a inofensivos fantasmas. De no ser así, había que batirse a muerte con los ladrones.