La tinta envenenada

Por Enrique Lomas Urista

Tuve un censor periodístico a finales del siglo pasado; mi vida y su supervivencia económica dependían de sus puntuales y exhaustivos reportes acerca del comportamiento de mi pluma. Yo que a todo le he visto el lado jocoso, simplemente reí a carcajadas cuando otro espía comedido me reveló que ese gordito simplón, bajito y calvo era el encargado de escudriñar, en horario burocrático y palabra por palabra, todas mi notas, crónicas y reportajes publicados en un prestigiado medio impreso de la ciudad de Monterrey.

En cuanto supe de la existencia de mi censor jugué al contraespionaje con mi fiel, redondo y simpático escrutador.

Fingía sorprenderlo cuando marcaba con grueso plumón fluorescente las frases, palabras y encabezados que podrían «derribar» del poder a su amo, el gobernador en turno.

Me divertía cuando desparramaba todo su cuerpo entre las torres de papel periódico que contenían las ‘afiladas’ palabras con las que el gobernador podría resultar lastimado.

El juego del gato y el ratón pronto me cansó y decidí tomar al espía por los cuernos para reclamarle que exacerbara con sus reportes el odio manifiesto del gobernador hacia mi persona. Pero sus torpes explicaciones solo abonaron al afecto y la ternura que llegué a tenerle al profesor jubilado.

Tras la palmada que le di en su inconmensurable espalda a modo de disculpa por mi airado reclamo, aprovechó mi debilidad para preguntar, ya de frente, en dónde radicaba la malignidad, el encono, la mala leche y el veneno de un reportaje acerca de pueblos rarámuri que tenía sobre la plancha del censor.

«El veneno está en la tinta del periódico que mojas con tu saliva para pasar de página», le dije antes lanzar una última carcajada.

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