André Obrecht nació en Francia a finales del siglo XIX, en una familia marcada por un legado oscuro: el oficio de verdugo. Su tío, Anatole Deibler, era una figura legendaria, conocida como el verdugo más famoso de Francia.
Desde joven, André estuvo destinado a seguir ese camino, heredando un papel que muchos evitaban, pero que su familia mantenía con un sentido de deber.
Obrecht comenzó su carrera en los años 30, convirtiéndose oficialmente en verdugo y tomando la pesada responsabilidad de aplicar la pena de muerte con la guillotina, el método oficial de ejecución en Francia durante casi dos siglos.
Durante décadas, fue el rostro oculto de la pena de muerte en Francia, operando la guillotina con la precisión que se esperaba de él.
Pero tras esa fachada profesional, se ocultaba un hombre profundamente afectado por su labor.
El peso de su trabajo cayó sobre él como una losa. Cada ejecución era un golpe a su conciencia, una herida emocional que nunca cicatrizaba.
En entrevistas y testimonios recogidos años después, Obrecht confesó que odiaba su trabajo, que sufría profundamente cada vez que debía quitarle la vida a alguien. No podía evitar sentir un terrible dolor, sobre todo cuando la persona condenada tenía una historia trágica o, peor aún, cuando dudaba de su culpabilidad.
Intentó varias veces alejarse de esa vida, renunciar al oficio que le había sido impuesto por su linaje y por las circunstancias de la época. Pero la sociedad y el sistema judicial lo mantenían atado a ese destino, como si fuera un engranaje imprescindible en la maquinaria de la justicia.
Vivía dividido entre su deber profesional y su humanidad, entre cumplir con la ley y enfrentar el sufrimiento moral que ello le causaba.
El verdugo que cortaba cabezas con precisión era, en su interior, un hombre atormentado, que cargaba con el peso de cada vida que terminaba.
Cuando en 1976 realizó la última ejecución con guillotina en Francia, marcó el fin de una era, pero también cerró un capítulo en su propia vida, una vida marcada por el dolor y la lucha interna contra un destino que no pudo cambiar.
Su papel como ejecutor oficial no solo afectó su estabilidad emocional, sino también sus posibilidades de llevar una vida familiar como la de cualquier otra persona.
El estigma social que rodeaba su oficio hacía muy difícil establecer relaciones personales normales. Nunca se casó, murió sin descendencia, dejando detrás una historia intensa, compleja y profundamente humana.
El libro de Le Carnet noir du bourreau (El cuaderno negro del verdugo), publicado en 1989, cuatro años después de su muerte, ofrece una visión detallada de su vida y trabajo, incluyendo testimonios personales y documentos oficiales. Obrecht participó en un total de 322 ejecuciones, y el texto refleja su sufrimiento emocional y moral asociado a su rol.
André Obrecht no solo fue un verdugo, sino también una víctima silenciosa del sistema y de un destino impuesto. Su historia nos invita a reflexionar sobre el costo humano, no solo para quienes son condenados, sino también para quienes, por obligación o herencia, deben ejercer la justicia de una manera tan definitiva y cruel.