Réquiem por un soldado caído

Por Enrique Lomas Urista

Mi suegro fue un hombre chapado a la antigua, de esos que se meten a la historia frenando la apertura de un confinamiento nuclear y siendo el amigo de su yerno. Y es que a la vista de las antiguas generaciones un suegro jamás fue un amigo del esposo de su hija, pero Don Alfonso tendía al heroísmo y se jugó el pellejo y el alma para tenderme una férrea, aunque secreta amistad.

No miento cuando afirmo que estaba construido con el material sobrante de las guerras mundiales y me impresionaba la contundente armadura con la que escondía ante todos su alma de niño. A escondidas de mi suegra bebíamos como condenados a muerte y brincamos algunas trincheras para reirnos de todo y de nada, para luego regresar a la realidad, donde lo esperaba la mirada severa de mi suegra, para recordarnos la regla aún vigente de los años noventa: un suegro nunca es amigo de sus yernos.

Pero Dios, que inventó a las suegras para ordenar el desastre del mundo, me regaló al único suegro que pudo ser un amigo secreto.

Antes de volar, en su última batalla terrestre, me regaló sus fascinantes historias guerreras del delirio nunca contadas; me otorgó la sonrisa de niño desde el fondo de su abollada y descascarada armadura. No tardo mucho en retomar con Don Alfonso las armas flexibles de la amistad en un reino en el que no hay suegras en el campo de batalla.

En paz descanse Don Alfonso Lozano Mendoza 1943-2025

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