Por: Javier Meléndez Cardona
Con la palma de la mano quité la nieve que cubría al repollo, lo corté desde su base con una navaja y contento se lo llevé a mi papá que tenía como seis coles en una reja de madera.
—Hay pocas hortalizas que sobreviven al invierno—.
En esta estación del año, sólo quedan en la tierra, como rasguños en la piel, los surcos marcados por el tractor agrícola en el verano pasado. Los zarpazos del arado y rayadoras, con sus grandes uñas, forman bordos en que se siembran y crecen las plantas; al centro, se forman canaletas, por donde corre el agua, para el riego de los cultivos.
En el horizonte, inclinadas, como esqueletos a punto de ser sepultados por la rastra, lucían las varas y huesos del algodonero que, en la víspera de su sepulcro, se habían tornado de un color café marrón.
El algodón se había cosechado en los meses de diciembre y enero, en pleno frío por trabajadores que llegaron de todos lados a las pizcas y una vez que recogían la fibra, se desaparecían, dejando sólo los vestigios de un verano frondoso.
Mi abuela, rentaba cuartos de adobe a los patrones de los trabajadores migrantes, para que los alojaran; por el acento al hablar, sabíamos si provenían de la Laguna, de Zacatecas o de Guanajuato, era nuestra primera lección de geografía.
—Mire hijo, ni el hielo mata a las plagas del repollo—.
Me decia mi padre al ir deshojando una col, meticuloso, como si arrancara las páginas a un libro y a su manera iba descubriendo el conocimiento entomológico.
Las hojas de la col, entre más al centro se encuentran, están más compactas, bien porque querían permanecer unidas para protegerse del viento frío que corría del norte y de las gotas de agua que por el deshielo buscaban penetrar en el capítulo, o de la avidez de mi padre por descartar la necesidad de aplicar algún insecticida y en busca de esa respuesta, disgregaba al vegetal pieza por pieza.
A lo lejos, donde las parcelas se separan con cortinas de álamos y fresnos, desde el corto otoño habían quedado como coladeras que permitían el paso de las fuertes ráfagas de viento, los árboles lucían sin hojas y alzaban sus grandes brazos al cielo como implorando que ya terminara el crudo invierno. Nosotros sentíamos el viento frío como si quisiera cortarnos las mejillas, y parecíamos dragones expulsando vapor por la boca.
—Vámonos—.
Ordenó mi padre presuroso. Subí a la troca Ford, 1950, de color rojo y él, para dar «star», abrió la llave y luego le dio cran con una manivela que se introducía frente al motor y se le daba vuelta para accionar el cigüeñal y arrancara.
—¡Qué bueno que le puse las cadenas a las llantas, si no, nos hubiéramos atascado!
Murmuró casi en silencio, una vez que sorteamos el soquete y la nieve acumulada de la cabecera del sembradío y enfilamos por camino más firme hacia el pueblo, que no quedaba lejos de la labor.
Aquella providencia, era una práctica efectiva en el invierno, consistía simplemente en forrar los neumáticos con una red de cadenas atadas, esto impediría que el vehículo se deslizara en la terracería; si la nieve se congelaba, quebraría el hielo e impediría quedarse atorado en el lodo si el fango estaba muy suelto.
Parte II
Mi padre tenía a su cargo una parte del rancho de Roberto Núñez y a diferencia de los colonos que sólo cultivaban algodón, trigo y forrajes, él establecía cultivos hortícolas, los que su albedrio determinara, tales como calabacitas, tomate, chile y repollo, entre otros. Tuvo que renunciar al trabajo para regresar a Samalayuca, a cultivar sus propias tierras que, heredó de mi abuelo don Adolfo.
Hubo buenas cosechas de calabacita mayera, de ahí que, en la colonia Victoria, lo conocieran con el mote del «güero calabacero», lo tomaba como halago, ya que era el mejor de la región en la cosecha de la cucurbitácea.
Era una enciclopedia en este cultivo, tenía consejos prácticos para todas las etapas del desarrollo de la planta, había cronometrado su ciclo vegetal con mucha exactitud, -son 45 días desde la emergencia de la planta a la primera cosecha-, afirmaba con la sabiduría de alguien que ya había visto muchas veces la misma película.
—¡A la resiembra!
Ordenaba cuando la semilla no había germinado, ya fuera por falta de humedad o porque los roedores se hubieran comido las pepitas.
—Las nuevas plantas alcanzarían a las demás en la producción—.
—La planta de calabacita entre más (frutos) le quita, más produce—.
Parte III
Cuando llegamos a la casa, mi mamá y mi abuela nos esperaban con agua caliente para el café.
Las tortillas estaban recién hechas y puestas a la mesa, envueltas en servilletas de manta finamente decoradas con hilaza. Mi madre los había tejido pacientemente con ese propósito; en alguna ocasión, hizo un mantel para la mesa.
¡—Qué confección más hermosa!
No sólo cubría totalmente el tablero, sino que tenía caída en los laterales y estaba decorado con flores de distintos colores, era una verdadera artista; pero, con el tiempo, se fue quedando sin vista.
En ese tiempo, no recuerdo que, con el maíz se hicieran tortillas ni menos haberlas comido, no fue sino hasta que cumplí la edad escolar y me fui a estudiar la secundaria del internado de Salaices, como a 800 kilómetros de mi pueblo, en donde conocí también el futbol soccer y otras maravillas de mi país.
A mi regreso, les platiqué a mis amigos que con el maíz se hacían tortillas y en el campo de beisbol, también colocamos unas porterías para jugar futbol soccer, pero a pesar de mi esfuerzo por enseñarles, jamás aprendieron a jugar el deporte más popular del mundo.
—¿De cuál mundo?
Me reconvino mi amigo Mingo Nieto.
—Si el mundo de nosotros termina en el Entronque—.
Se refería al Entronque de Palomas, ubicado como a 20 kilómetros del poblado.
—Mire güero, aquí lo que sabemos es jugar beisbol y déjese de extravagancias—.
Y sí, el gordo, tenía razón.
Parte IV
A través del cristal de la ventana, apenas pude ver la calle principal, en donde mis amigos se divertían rodando bolas de nieve que agrandaban; con ellas, esculpían muñecos; otros, compactaban nieve entre sus manos para luego convertirla en proyectiles que lanzaban contra la humanidad de los demás y con el impacto se deshacían, se trataba evidentemente de un juego alegre en el que había que mostrar habilidad tanto para los lanzamientos como para evitar ser blanco de los disparos de nieve.
Atraído por lo que pasaba frente a mi casa, me puse otra vez la chamarra sobre el suéter y salí a jugar con mis amigos, esta vez, la altura de la nieve me había llegado casi a las rodillas.
Antes de que el día acabara cayó la noche, como suele suceder en el invierno, y el agua que escurría por los techos de las marquesinas de madera a dos aguas de las viviendas de adobe, se había convertido en estalactitas de hielo; sus filosas puntas amenazaban a los osados que se atreviesen a pasar por debajo.
—¡Ya váyanse pa’ sus casas!
Nos ordenó doña Julia García antes de cerrar su tienda de abarrotes «La Pasadita», al asomarse para ver si algún cliente se acercaba.
—Díganles a sus mamás que les den una mejoral antes de acostarse, porque si no se van a enfermar—.
En el pueblo, los niños son hijos de la comunidad, los adultos siempre les echan el vistazo y si consideran que están en peligro o que realizan vagancias, los reprenden en esos momentos y le avisan a sus padres.
De modo que había que hacer caso a la señora, más cuando esa noche el frío seguramente ya habría consensuado con los habitantes del lugar que era hora de recalar a la casa, de modo que sin replicar, cada quien emprendió el camino a la suya.
Las casas de adobe son un lugar muy reconfortante, más aún cuando eres niño y tienes frío; son una extensión del regazo de tu madre, se siente la calidez sólo con estar habitadas y si además cuenta con una estufa de leña, armada con hierro forjado como la que tenía mi «mamaíta», ni la caída de candelilla se siente en su interior.
Parte V
La caída de candelilla es el peor frío del invierno, por lo general significa que el termómetro marca menos de 13 ó menos de 17 grados celsius; las tuberías de cobre del sistema de agua potable, se revientan y si se arroja una cubeta de agua al suelo inmediatamente se convierte en hielo, el agua contenida en recipientes se congela y las goteras del deshielo adquieren la forma de esa planta del desierto que sirve para obtener hule, conocida como candelilla.
Esa noche, como casi todas las noches del invierno, cenamos un plato de avena cocida con leche y nos fuimos acostar.
El cuarto donde nos dormíamos mi hermano Junior y yo, estaba retirado de la cocina y aunque los cuartos sólo tenían las aperturas de las puertas, al centro de la habitación, es decir se comunicaban unos a otros y sin ser necesariamente pasillo, el calor podía distribuirse muy bien por toda la casa.
Cuando se sentía más el frío, mi mamá, sacaba brazas de la estufa en una bandeja del peltre y las llevaba a nuestro cuarto para que generara todavía más calor; esta técnica era más efectiva que el remedio de la mejoral que nos había recomendado doña Julia.
Cada mañana, era añoranza por el verano, por los días largos para preparar la tierra y sembrar lo que se había planeado durante los desayunos del invierno. Pero ni modo, el frío era necesario.
—Extermina plagas, favorece al trigo y a los manzanos—.
Mi padre así justificaba a la naturaleza y después de la última nevada de la temporada, los árboles anuncian la proximidad del verano, con sus brotes en las ramas; en el monte, los guamis comienzan abrir sus botones en amarillo y las semillas de zacate empiezan a reventar.
El más ruidoso anuncio de este parteaguas, sin embargo, lo traen los fuertes vientos de febrero y marzo que parecen una aspiradora que recoge el menaje, de la estación que ya se va.
[*] Meléndez Cardona Javier, Mi travesía por el desierto, Editorial Forma y Sustancia, México, 2014.