Por Enrique Lomas Urista
Nací en un bello pueblo mineral, bajo el resplandor de la nieve que se derritió dos semanas después de un 20 de febrero de 1966, pero conocí de veras esa fría sustancia en las vacaciones de adolescencia, en Ciudad Juárez.
La migración laboral de mi padre me llevó a nacer en Parral, Chihuahua, pero su irreverencia de Pastor rebelde nos regresó muy pronto a Torreón, a la laguna, lugar en el que los recuerdos de legendarias nevadas se derretían en la memoria de los abuelos. Por eso las nevadas de Chihuahua y concretamente de Ciudad Juárez forman parte de ese cálido recuerdo en el que nos importaba poco morir a cambio de una guerra de guerrillas con bolas de nieve. El invierno en la fronteriza casa de la abuela olía a frío, a perro nevado, a jubilosos frijoles con manteca de cerdo.
La nieve, la de hoy, en Chihuahua, se funde en mi alma sexagenaria y me impulsa a saltar del carro, a revolcarme en el parque, a jugar con los niños, pero sigo de frente, saboreando un recuerdo a hielo sucio en un remoto barranco del desierto fronterizo.