LA SIRENA DE TIERRA ADENTRO

LA SIRENA DE TIERRA ADENTRO

Por Froilán Meza

Llevaba colgando alrededor del cuello, la bella mujer de cobrizo cabello ensortijado y suelto, una ristra de collares de conchas marinas en rico surtido de colores y formas, de nácares tornasolados, perlas de todos tamaños, de algas disecadas verdes y rojas. Y al centro del pecho, una estrella de mar increíblemente viva que se movía como si estuviera todavía en el lecho marino, roja de un rojo coral intenso. Fue para nosotros una prodigiosa aparición en medio del barranco. Se desplazaba ella envuelta en un resplandor fosforescente, en el fondo de aquel abismo, como si nadara. Avanzando como si el aire fuera espeso y estuviera ella a cada paso quitándose múltiples obstáculos con las manos y con lentas pero enérgicas brazadas.
Nada dijimos, antes bien nos callamos, y en silencio disfrutamos durante media hora del dulce terror que nos produjo la presencia maravillosa de un fantasma célebre y famoso.
La sirena de tierra adentro.
En la Sierra Madre monumental, un pobladito cuelga de un barranco, como llevado ahí por la mano de un gigante y sin que al gigante le hubiera importado cómo harían las gentes para bajar. O cómo subirían, porque la ascensión era igualmente dificultosa. Ésta es la parte de la sierra de Chihuahua que envía sus aguas al mar de Occidente.
Pero ciertamente existen, perdidas entre el bosque espeso de encinos y pinos, algunas veredas como hechas para cabras que acceden a la cumbre y al pueblito, que tenía antaño el nombre de San Juan del Cielo. Y al final del caserío, sobre la cúspide llana, están las ruinas de la cabaña de troncos y piedra de Norberto Willis, un viejo leñador canadiense que llegó acá hacía ya más de treinta años, contratado como capataz por una empresa maderera que terminó cerrando en una crisis de mercado.
Este señor se casó con una muchacha sinaloense muy bonita, a la que sustrajo él de la costa después de un viaje que hizo para pescar y comer, en jornadas y cantidades pantagruélicas, mejillones de negra armadura, o choros que les llaman por allá, mariscos de concha a los que el hombre era sumamente afecto.
La tal casita ya se cayó, dicen que de pura soledad, con el viento y el sol, con la humedad que carcomió la madera de pino, pero aseguran que fue en su tiempo una preciosidad salida de las manos del habilidoso leñador, y dedicada a la perla que vino del Pacífico.
Supimos después, a los varios días de vagar como brutos sin agua ni alimento por la montaña, y una vez que los moradores del pobladito nos hubieron acogido y que nos dieron de comer y de beber como a náufragos rescatados de la mar océana, que la tal mujer que vimos no era sino el espectro vagante de una criatura misteriosa.
“Es el demonio del mar”, dijo uno de los ancianos, con la mirada fija en lo lejos debido al glaucoma que invadía sus ojos.
“Es la amante del demonio de los fondos marinos”, aseguró la mujer de la casa donde nos recogimos.
“Es el diablo mismo, en la forma de mujer hermosa y tentadora”, terció un joven médico que había llegado aquí, enviado por el gobierno a aplicar algún indefinido programa de servicio social.
Cuentan que Norberto Willis bebía una cerveza debajo de una palapa en la playa, unas horas antes de que partiera el camión que lo traería de regreso. Que, a contraluz, divisó entonces la figura de una muchacha de formas sinuosas y de carne turgente, y que al acercarse ella, quedó prendado… que ahí mismo, a dos segundos de habérsela encontrado de frente, le propuso a la sirena que se viniera a la sierra con él. Que ella accedió sin haber puesto condición ninguna.
Y dicen que el leñador murió a los pocos meses, consumido su físico, que quedó en los puros huesos… “Se lo chupó la bruja, o demonio, o lo que ella sea”, dijeron entonces. El hombretón fornido de dos metros de estatura se redujo y se redujo hasta que falleció, y quienes lo conocieron no podían reconocer el cadáver.
En cuanto terminó el funeral del leñador canadiense, la mujer desapareció del pueblo, y en adelante sólo se le veía por las noches, envuelta en una luz violeta y nadando más que caminando, por las barrancas de la sierra.

Ilustraciones de Carlos Mejía

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