Por Javier Kuramura
Año de 1960 y Torreón, como ciudad, recién cumplía las cinco décadas y tres calendarios.
De acuerdo a los censos de esa época figura como la quinta ciudad mexicana en importancia por su población: México, Guadalajara, Monterrey y Ciudad Juárez en ese orden, ocupan los primeros cuatro.
La República Mexicana alcanza una población de 35 millones de habitantes; Coahuila aporta 907 mil 734 y Torreón llega a los 203 mil 153.
En más de medio siglo está consolidado el asentamiento urbano de la ciudad. Con algunas deficiencias en los servicios el proletariado que lleva a cuestas la pujanza citadina, vive apretujado en San Joaquín, La Polvorera, en La Constancia, La Unión, La Fe…
La Durangueña. Hay luz en las casas pero no en las calles, unas tienen agua pero no drenaje. Lo que sí todas tienen y comparten espolvo. El polvo de las calles sin pavimentar que levantan las tolvaneras y los pocos vehículos y camiones urbanos que circulan por sus averiadas arterias de terracería. El progreso de la modernidad de aquel Torreón está del otro lado de El Cerro de la Cruz que rápidamente transforma su orografía en un gran condominio para gente de pocos recursos y La Alianza, ahí donde radica el mayor símbolo de la ciudad, es el centro comercial y de mercadeo por excelencia de la región que en todo el país conocen por Comarca Lagunera.
La Maclovio Herrera es la columna derecha y La Moderna el costado izquierdo de la entrada a Torreón. El largo puente de vigas de fierro entrelazadas, que separa geográficamente a dos ciudades y dos estados, relumbra como la plata desde cualquier punto por donde quiera que se le vea. Sobre él transitan, en dos sentidos, vehículos y peatones. Por debajo jornaleros palean y palean arena que sirve para la construcción de casas y edificios, cargándola en sus carromatos de mulas.
Hacia el poniente, por el cañón del Cerro de las Calabazas se aprecia el otro puente, de color negro, que sostiene las vías para el tráfico de locomotoras arrastrando largas filas con vagones de carga y pasajeros.
Del caudaloso Nazas sólo queda un remedo de río pegado a la ribera coahuilense. Sus aguas escasas son aprovechadas por mujeres de la Maclovio Herrera para lavar trapos y ropa. La aprovechan también montones de chiquillos en puros calzones o encuerados para nadar y mitigar el calor de estas tierras; chacualean el agua, corren en lo bajito; los más atrevidos se tiran clavados desde la compuerta, contienen por segundos la respiración y salen disparados como torpedos a la superficie donde comienza el Canal de El Coyote.
Del otro lado del puente plateado casi todo es un solar. A la izquierda sólo se distinguen espaciados palos levantados sobre la tierra, sosteniendo una larga viga y montones de jóvenes descamisados jugando al fútbol.
Enfrente, contrasta el edificio de oficinas y la gran chimenea humeante de la termoeléctrica.
Más allá, nada. A los lados, siguiendo la carretera, uno que otro caserío y algunos cenizos pinabetes son la vista panorámica de las tierras duranguenses sobre el Boulevard Miguel Alemán, hasta que llegas al paso a desnivel sobre donde pasa el tren. Ahí juntito quedan los silos de la procesadora de aceite de algodón de Empresas Longoria. Después otro tramito de nada, hasta que se llega a la gasolinería en la Avenida Victoria. Ahí, dicen, es la entrada para Gómez.
Para todo aquel que del sur y del norte visita la Perla de La Laguna, la calle Melchor Múzquiz tiene el honor de ser el portal de Torreón y, nada más se pasa la Zona Roja (la Maclovio Herrera), a la derecha la vista se posa en el recién construido monumento al Padre de la Patria con un Hidalgo rompiendo simbólicamente las cadenas de la esclavitud.
Frente a él decenas de obreros abren y tapan zanjas en la introducción del drenaje sobre el aplanado Canal de San Antonio para pavimentar y dar paso al flamante Boulevard Independencia que separa a las colonias Ana y La Moderna del primer cuadro de la ciudad.
A quienes viven en el centro y la mayoría de la segunda, tercera y cuarta de Cobián no les falta nada, o casi nada. Calles amplias con sus anchas banquetas (paraíso de los parroquianos de bares y cantinas que al salir ebrios cuentan con una autopista para sus maniobras y zigzagueos), luminosos arbotantes; agua, drenaje, luz y cilindros de gas en cada vivienda, residencia o vecindad de estos sectores.
La mejoría económica, el progreso y la modernidad han hecho que los pudientes torreonenses busquen nuevas áreas para construir sus fraccionamientos. Vivir en la Avenida Morelos o en la Colón ya no les satisface. Por eso, desde hace tiempo radican en Los Angeles y su ampliación para transformar los baldíos de la ribera del Nazas con residencias de lujo de aquella época, espaciosas áreas verdes y se adueñan del eco encerrándolo en una plaza. En los límites de la urbanidad del suroriente florece un Torreón Jardín más ostentoso, con caserones diseñados por los arquitectos que van a la vanguardia en el estilo, diseño y decoración; su trazado de calles y avenidas semicirculares contrasta con la vieja perpendicular que originó la ciudad y contrasta también con el polvo y el asfalto, su atmósfera húmeda y verde regada con mangueras caseras.
La riqueza de la región se vé reflejada en el “oro blanco” cosechado en los alrededores y celosamente almacenado en despepitadoras instaladas a la orilla oriente de la ciudad, derechito de donde terminan las avenidas Juárez e Hidalgo, más allá de la calle 20, más allá del bosque.
Otras joyas laguneras son las verdes y grandotas sandías de Tlahualilo (de casi un metro de longitud) con su jugoso y dulce corazón; las uvotas de El Vergel y los sonrosados melones de Matamoros. Cosechas generosas que se deben al padre Nazas, frenado en El Palmito y a su compañero Aguanaval, detenido en El Cazadero. Estas aguas también le dan vida al trigo, al sorgo, pastizales de alfalfa y otros forrajes sembrados en los ejidos de La Unión, La Partida, Granada, Concordia, Purísima, La Paz… para alimentar los hatos ganaderos que surten de leche a la Pasteurizadora de La Laguna.
Durante el día el centro de Torreón es un constante bullicio. Amas de casa, vecinos de rancherías y poblados, así como pequeños comerciantes acuden a La Alianza para adquirir frutas, verduras, comestibles y abarrotes en los puestos pequeños, medianos y grandes bodegas.
Ahí se expenden racimos de plátanos,
montañas de naranjas. “Son de Montemorelos”,
gritan los mercaderes, “cien por dos pesos”.
Mangos de manila, aguacate criollo, papayas,
canastas repletas con fresas “de Irapuato”. Ahí
no falta nada para preparar la comida del día:
limones, papas, cebollas, tomates, chiles
verdes y secos; el ajo, el cilantro, la zanahoria;
amplia variedad de frijol, arroz, lentejas, habas y
garbanzos que las amas de casa escogen a su
gusto para que mercaderes pesen la
mercancía en balanzas o básculas y la
acomoden en cucuruchos de papel periódico.
Carnicerías hay muchas para llevar y preparar
bisteces, costillas de puerco, picadillo, cocido,
menudo, hígado, tripas… Cumplida la compra
de víveres las señoras regresan a sus hogares
con sus bolsas (de red o de papel cartón, de
ésas que ahí también venden por cinco
centavos) repletas de mandado.
La Alianza es una nube de olores flotando en el
ambiente que agrada o agrede a la nariz de sus
moradores y visitantes. Agrada al olfato y hasta
el hambre despierta, cuando se pasa por los
puestos de comida aspirando el sazón del
pozole, menudo y chocolate por las mañanas y,
desde el mediodía, con el caldo de res, los
guisados preparados con chile verde o
colorado, del lampreado de chiles rellenos, de
las gorditas de maíz con su picadillo, lechuga y
raja de tomate; también cuando al lado se
encuentra un humilde puestecito donde venden
las otras gorditas de maíz: las de horno, de
forma alargada y que sólo traen chile rojo por
dentro.
El olfato también se deleita con los olores de
esencias que se desprenden en una de las
esquinas de Hidalgo y Muzquiz. Ahí tiene años
de establecida una perfumería a la que acuden
la gente, dueños de peluquerías y salones de
belleza para surtir sus implementos. Aquí se
vende por litro o por fracciones el agua de
colonia de diferentes fragancias, alcohol, crema
para piel de color rosa, la brillantina, sustancias
para el permanente y tinte de cabello, la piedra
lumbre y otros productos de manufactura como
la Glostora, el Breelcream, la pomada de La
Campana, el Ungüento 666, la crema Teatrical
de Sanborn’s… la crema de las tres caritas.
Pero se evita pasar por entre los puestos de
vísceras, por las coladeras del drenaje o entre
el acumulamiento de basura, de fruta y verdura
podrida porque ahí, el olfato se hiere.
En derredor de La Alianza abundan las
jarcierías, talabarterías, tlapalerías y ferreterías;
puestos de orfebrería con objetos hechos de
barro: cazuelas, ollas, comales y macetas
adornadas con muchos espejitos que luego
lucen helechos empotradas en las paredes de
las casas. Aquí también hay comerciantes en
dulces y golosinas, de los que venden ropa,
trastes, utensilios de cocina, loza de peltre,
baños y bañitos de lámina galvanizada… hasta
las indispensables bacinicas.
Sobre las alturas del centro de la ciudad
destacan las torres gemelas de la Parroquia de
Nuestra Señora de Guadalupe. Sus feligreses
que van a rezar o a oír misa son testigos del
trazo y dibujo del gran mural pintado por artistas
anónimos sobre la elevada pared del altar. Son
monumentales flores alineadas en semicírculo,
entre el azul del cielo y sus nubes, simulando el
Milagro de las Rosas ante los pies de La
Guadalupana. Cada madrugada del 12 de
diciembre los católicos llegan por ríos de gente
para venerar a la madre de todos los
mexicanos, le llevan “mañanitas” mientras en
los alrededores comerciantes hacen su lucha
por la vida entre bengalas, cánticos, castillos de
polvora y fuegos pirotécnicos. Casi enfrente del
templo están las oficinas, el auditorio (de
concursos y programas) y la cabina de radio de
la XEDN. La estación más escuchada y más
popular. A través de sus ondas hertzianas los
laguneros escuchan las canciones de esa
época: de los desaparecidos Pedro Infante y
Jorge Negrete; de José Alfredo Jiménez, Miguel
Aceves Mejía; los Dandys, los Tres Caballeros,
Los Panchos; Lupita Palomera, María Luisa
Landín, Toña “La Negra”; Agustín Lara, Pedro
Vargas… Javier Solís.
El paisaje de las avenidas Iturbide, Hidalgo,
Juárez, Morelos, Matamoros y Allende, entre las
calles Ramos Arizpe y Múzquiz, está plagado de
estanquillos y tabaretes. En los puestos de
periódicos se consiguen historietas de Santo
“El Enmascarado de Plata”, de El Charrito de
Oro, de Memín Pinguín, Rolando El Rabioso,
Los Supersabios, La Familia Burrón, El Látigo
Negro; las revistas Jueves de Excelsior,
Siempre, Selecciones del Reader’s Digest, Life
en español.
En los tabaretes expenden pozole, birria,
menudo, gorditas, tortillones, tacos dorados
(fritos en manteca INCA o aceite Triunfo), de
cabeza y de tripitas acompañados con un
jarritos, de un squeeze, un hit, una pepsi o una
coca (que si es de las chiquitas –según los
conocedores-, es más sabrosa)
Los estanquillos son como un oasis para los
transeúntes con sus grandes garrafones
vitroleros (mitad llenos de hielo picado) con
agua de cebada, de horchata, de melón, de
limón (solo o con alfalfa) o de fresa y sandía.
También se venden dulces tradicionales: de
leche con nuez, jamoncillos, muéganos,
morelianas, cajitas tricolores (verde blanco y
rojo) con cajeta de Celaya; greñudas, dulces de
camote, de calabaza, de biznaga. Las bolsitas
de semillas. No podía faltar el chicle Totito, los
Yucatán, los Canel’s miniatura; las natillas de
Montes, los Tomy’s, los Besos. Frituras en
bolsitas como los churritos, los garbanzos, las
habas. Algunos ambulantes cargan cajotas de
cartón y una olla ofertando en las banquetas los
duros, bañados en salsa roja con su pico de
gallo; otros pedalean su triciclo y ofrecen
lonches: de carne, de aguacate, combinados,
de jamón y salchichón; unos más levantan
sobre sus hombros largos palos picoteados y
en los agujeros llevan clavados algodones
rosados y manzanas verdes de un rojo
acaramelado.
Es la década de los 60 en el Siglo XX para
Torreón, pero ya está en el recuerdo de los
laguneros el viejo Cine Royal (sobre la Múzquiz)
donde proyectaron las primeras películas; casi
enfrente construyen ahora el Variedades. De
aquel otro, del cine “tablitas” (llamado así por
estar construido de madera en la esquina de
Matamoros y Múzquiz), ya no queda nada.
Sucumbió para dar paso al Cine Laguna que
en su inauguración fue bendecido por el obispo
de Torreón, quien repartió varias cajas de
Chiclet’s (aventándolos a manera de bolo)
entre la algarabía de grupos de chiquillos que
presenciaron el evento. Pero aún se mantienen
ofreciendo largometrajes en los cines Modelo,
Princesa, Nazas, en el recién construido
Torreón y en los teatros Mayrán e Isauro
Martínez. La Iglesia también hacia competencia
proyectando películas para niños (después del
catecismo los fines de semana) sobre
vaqueros como El Llanero Solitario, Gene
Autrey, Hoopalong Cassidy, Roy Rogers; de
monstruos como Godzilla y divertidas
caricaturas en el largo auditorio que está al
lado derecho del atrio de la Parroquia del
Perpetuo Socorro.
La Plaza de Armas siempre está concurrida. La
gente camina por sus pasillos adoquinados
con piso de cuadritos que se extienden hasta la
banqueta del lujoso Hotel Elvira y del Banco de
México; a su izquierda se levanta un edificio con
16 pisos, el más alto de la ciudad, que alberga
en su planta baja a la matriz del Banco de
Londres y México y arriba numerosas oficinas y
despachos. Sobre la Valdez Carrillo lucen la
marquesina del Cine Princesa, el neón del
elegante Salón Apolo y en su interior las luces
de sus candiles. La cantera labrada adorna las
oficinas de Luz y Fuerza y se ensancha sobre la
Avenida Juárez en las fachadas del Casino y
Banco de La Laguna.
En cada uno de sus cuatro lados la plaza tiene
establecimientos de agua célis, de raíz,
durazno y de grosella donde venden los
productos Willy; paletas de diferentes sabores,
esquimales, vasos de rica nieve espumosa de
limón y cuadros de nieve aderezados con
mermelada de fresa.
En las noches veraniegas pandillas de
chiquillos suben por su escalera a la terraza del
kiosko, habilitado como baños públicos, con
resorteras en mano para acribillar a los cientos
de jilguerillos y chanates posados en las
ramas de frondosos árboles. Después urgan
entre los camellones de la Avenida Morelos
para colectar racimos de pequeños coquitos
negros -semillones pero dulces- que caen de
las altas palmeras para llevárselos a la boca.
La Primera de Cobián, como se conoce este
sector, cuenta con resturantes para todo
comensal; la zapatería Justicia y otra que tiene
como slogan “Don Chico Zapatón”; tiendas de
moda (La Casa de París, El Puerto de
Liverpool, Rigo); de telas (La Soriana); de ropa
(La Quemazón) utilizando un muñeco narigón
(Don Pioquinto quemando los precios). Y otros
comercios bien prestigiados: La Papelería El
Modelo, La Malinche (novedosos caldos,
grandes tacos y tostadas de pollo con
guacamole, crema y chile jalapeño), La Casa
Lack con su monumental y simbólico reloj,
Ferretería La Suiza, Chácharas y Juguetes,
Botica La Palma, Proveedora del Hogar (PH);
los periódicos El Siglo de Torreón y La Opinión
(con sus tirajes de la mañana y de la tarde).
La mayoría de los niños acude a las escuelas
del Centenario, Alfonso Rodríguez, Benito
Juárez, Amado Nervo, pero antes ingresan a
parbulitos; los pudientes se inscriben en
colegios como el Mijares.
Los desfiles conmemorativos empiezan en la
Alameda, rumbo al centro por la Avenida
Matamoros, para concluir en la Ramos Arizpe.
De vez en cuando llegan el circo Atayde o el
Unión con sus caravanas de payasos,
malabaristas y animales salvajes levantando
sus carpas sobre un lote baldío de la esquina
que conforman Matamoros y Juan Antonio de la
Fuente. Tiempo después, porque nace el
Montepío, se instalan frente a la Cruz Roja.
En la Plaza de Toros de Torreón se presentan,
ante aficionados y villamelones de la fiesta
brava, los espadas consagrados de la época:
Lorenzo Garza, Luis Castro “El Soldado”,
Joselito Huerta, Manuel Capetillo. Cuando no
hay tauromaquia la plaza se transforma en
pancracio para que luzcan sus habilidades
luchísticas (patadas voladoras, candados, la
quebradora, la tapatía, sillazos y tubazos) y sus
dramatizaciones teatrales los técnicos y los
rudos encabezados por El Santo, Blue Demon,
Black Shadow, Gory Guerrero, El Cavernario
Galindo, Ray Mendoza, Mishima Ota, Felipe
Ham Lee, Karloff Lagarde, René “El Copetes”
Guajardo, los Hermanos Espanto, El
Enfermero, Huracán Ramírez, “La Tonina”
Jackson, Dorrel Dixon, El Rayo de Jalisco…
La Feria del Algodón y la Uva se realiza cada
año, en septiembre, entre La Alameda y el
Estadio Revolución sin faltar los jueguitos
mecánicos (sillas voladoras, rueda de la
fortuna, caballitos, trenecito y carros chocones);
atracciones como la casa de los espejos, la
serpiente con cabeza de mujer, la casad el
terror; los puestos de comida, las golosinas
(ricos plátanos fritos espolvoreados de azúcar
con crema).
Enfrente, en la Venustiano Carranza también,
cada año, eligen a la reina de la prepa.
El Cerro de Las Noas luce una antena de
televisión en su ceniza calva, pero la Iglesia ya
planea construir el primer Cristo que ampare y
cuide a la ciudad.
Debajo viven los de la Primero de Mayo, vecinos
de La Metalúrgica y de la siempre humeante
“Meta” que provoca tos y carraspera a quienes
aspiran su tufo.
El Gobierno Federal acelera la construcción de
la nueva estación del ferrocarril, al pie del Cristo
de Las Noas, para levantar las viejas vías y dar
paso al Boulevard Revolución. Pero todo eso es
terracería, grava y durmientes. Aún así, el
Estado y el Municipio, construyen la nueva
cárcel en la prolongación de la Colón y lo que
será el nuevo boulevard.
Cuando queda lista la nueva avenida, paralela
a ésta, en La Aceitera también se quedan filas
de viejos vagones, habilitados como viviendas
para familias pobres de ferrocarrileros.
Sobre la Avenida Iturbide, en algunas esquinas
como en la Galeana, algunos productores de
sandía apilan sus productos para venderlos
más baratos que en La Alianza y el Mercado
Juárez. Cada vez que les llegan los clientes los
reciben con un rebanadota de esa fruta y cada
sandía es calada para la satisfacción de los
compradores.
El nuevo boulevard divide la Segunda de
Cobián de las colonias Vencedora y Nueva
Aurora. La Galeana es su frontera entre ellas y
surgen las rivalidades. Ambas son atravesadas
por el Canal de La Perla (El Tajo, le nombran) y
para cruzarlo está tendido un puente
desvencijado, tan angosto es que sólo puede
pasar un vehículo. Cuando el Tajo lleva agua
los chiquillos nadan y juegan con cámaras de
llanta, tienden lazos en las ramas de los
mezquites, como lianas de Tarzán, para saltar
de un lado a otro. Con el agua estancada
brotan los tepocates, aparecen libélulas,
chicharras, mayates y abundan los moyotes.
Cimaco apenas ocupa la esquina de Hidalgo y
Ramón Corona, sobre la avenida tenía como
vecinos una gasolinería y una farmacia. En esa
misma cuadra, sobre la Galeana e Iturbide,
está Nacional de Drogas y enfrente Paletas
Willy
Aunque Torreón no es selva ni pantano desde
antes de esta década hay “cocodrilos”. Los
“ruta”, esos carritos que dan y siguen dando
vueltas sin fin en derredor de las avenidas
Hidalgo, Juárez, Matamoros y Allende para
prestar un servicio colectivo de transporte (muy
eficiente, por cierto) están pintados de verde
con una franja que los circundaba en triángulos
blancos y negros. Pocos años después
desaparecieron, les cambiaron el color y sólo
traían pintado en la portezuela una letra y dos
dígitos como señal de clave.
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