El sol ya estaba alto y el calor del verano en el suroeste de Chihuahua me arrojó ese olor a muerte que deja un sabor amargo en la boca e invita a vomitar.
Junto a unas tablas podridas que alguna vez sirvieron para cancelar una noria seca, estaba sentado un enorme hombre con un cabestrillo ensangrentado en un brazo y la mirada perdida en el fondo del pozo que pudo ser su tumba.
Los agentes del Ministerio Público que habían llegado a Los Ruices desde Cuauhtémoc y la capital del estado cuestionaban al joven y este hablaba como autómata, como sí leyera un guión, como si el que contestaba era solo un cuerpote que hubiera dejado el alma allá abajo, junto a sus cuatro amigos despedazados por la balas.
Los policías también parecían desalmados, porque escribían sus garabatos sin percatarse que ya me encontraba muy cerca del Gordo, del sobreviviente, violando la cintilla de seguridad y captando con mi grabadora toda la declaración.
Luego que sacaron todos los cuerpos y el hedor de la descomposición de las víctimas nos alejó a todos, regresé a Chihuahua y redacté una nota técnica, apresurada por la prisa eterna de los jefes de información y porque esta nueva masacre se parecía a la de otros días y ya nada sorprendía a las autoridades ni a los lectores.
Pero la historia la guardé para otro momento, para tiempos de paz en los que alguien pudiera asomarse, con un poco de humanidad a este relato ocurrido en los dos miles, durante un sexenio en que por aquí se aportaban una veintena de ejecutados por día:
La hinchazón de los ojos no impidió que lograra ver la hondonada en la que jugó durante sus días de infancia. Su cuerpo de más de ciento cincuenta kilos se sintió más cómodo al rodar cuesta abajo para huir de las balas del comando armado.
La noche estaba cerrada, pero las luces de las camionetas de sus perseguidores los hacían un blanco fácil y divertido. De entre los cinco «venados» que corrían torpemente por la cuesta él era el más vulnerable, por lo que se entregó a la muerte para tratar de despertar de esa pesadilla. Los abrojos y mezquites que se encontró en su rodada eran caricias comparados con el balazo que le estrujó el brazo antes de caer de cabeza en la antigua noria del rancho de Los Ruices.
Le pareció una eternidad el silencio de la caída libre, pero tres metros después le confortó la idea de encontrarse todavía vivo en el interior de la zanja seca y centenaria que sus abuelos habían cavado para matar la antigua sed del pueblo.
Golpeó el fondo polvoriento de la noria pero el aturdimiento no le impidió escuchar toda la crudeza de los gritos de sus compañeros de desgracia y las carcajadas de los sicarios que los remataban. Los últimos tableteos se acompasaron con las risas ya sin fuerza de sus verdugos, que de cuando en cuando bebían tragos de sotol y fumaban marihuana. El silencio fue roto por el líder de los pistoleros, quien ordenó a los subalternos arrojar los cuerpos a donde había caído el Gordo. La primera masa sanguinolenta le cayó sin aviso y lanzó un gemido que fue opacado por el costalazo de alguien que conocía bien pero que en la oscuridad y por el miedo no alcanzó a distinguir. Luego vino un segundo, un tercero y un cuarto cuerpo y, sobre él, una última tormenta de balas que acabaron de desfondar esos cadáveres tan queridos.
Bajo los cuerpos, alcanzó a oír el ruido de los motores y las risas al alejarse, pero no movió un músculo hasta muy entrada la mañana.
Sumergido en la muerte dio una brazada y convirtió piernas, cabezas y brazos en peldaños escalofriantes que lo lanzaron a la superficie sembrada de casquillos y pólvora. De entre los matorrales asomaron sus rostros de espanto sus hermanos, amigos y el resto del pueblo.
Más tarde, cuando pudo leer el periódico, se sintió ametrallado por el recuerdo: Los cuerpos de cuatro hombres aparentemente ejecutados por el crimen organizado fueron encontrados hoy en este municipio rural del noroeste de la ciudad de Chihuahua […] Peritos forenses de la Procuradurfa General de Justicia de Chihuahua acudieron a un paraje cercano al rancho de los Ruices, municipio de Belisario Domínguez, para sacar de una vieja noria los cuatro cuerpos de varones que al parecer fueron torturados antes de recibir los tiros de gracia.
La noria tenía por lo menos unos tres metros de profundidad, por lo que fue necesario el uso de una escalera y el apoyo de sogas para sacar los cadáveres cuyo estado de descomposición hizo deducir a los peritos que tenían apenas unas horas de haber sido inhumados en ese lugar. Pero el Gordo deseó estar muerto porque sabía que los sicarios pronto lo buscarían para acabar lo que empezaron esa fría noche de febrero.
«Las autoridades estatales aseguraron tener una importante línea de investigación que los llevará a atrapar de un momento a otro a los sicarios que el lunes ejecutaron a cuatro hombres y los arrojaron al fondo de una noria», leyó el Gordo, quien ya no creía en nada. Por las noticias se enteró que después de siete horas de trabajo forense, fueron sacados los cadáveres de quienes él mismo identificó.
«Los individuos fueron torturados y ejecutados con rifles de asalto AK-47, y les dieron el tiro de gracia con pistolas calibres .45 y 9 milímetros; en las cercanías de la noria donde arrojaron los cuerpos fueron encontrados al menos cuarenta elementos balísticos», el Gordo clavó la mirada en la noticia con el sabor de pólvora en la lengua.