Parte de guerra

Reportero sin suerte no es reportero, era el refrán que corría en las redacciones en las que laboré por más de 40 años. Y hoy me atrevo a parafrasear que un reportero sin ángeles que lo cuiden es un muerto.

La juventud, el idealismo y un medio informativo que me respaldó, como pocos, en todas mis incursiones noticiosas y de investigaciones, me arrimaron a la lumbre de los poderosos. Sin censura, con el respaldo de un buen salario y sin escatimar en viáticos, realicé mi vocación con ojos muy abiertos y sin perder el asombro en cada encomienda y en cada historia que me encontré y busqué con afán profesional.

Con más ingenuidad que valentía tenté a la muerte en no pocos trabajos periodísticos y después de apretar los puños di vuelta a la hoja y embestí de nuevo, porque la noticia no espera. No fue fácil, porque la presión social y familiar es fuerte, porque le recuerdan a uno lo sencillo que es trabajar en oficios menos arriesgados y quizá mejor remunerados. Pero siempre me la creí y seguí creyendo en ejercer el periodismo con toda la seriedad y profesionalismo, con todo el riesgo que esto representó.

También en este camino hacia la pretendida verdad me encontré con héroes y heroínas, que denunciaron y señalaron la corrupción y la maldad a costa de su vida. Ahora que lo pienso, que lo recuerdo, el trajín del diarismo no daba mucho margen para el miedo, por lo que seguí avanzando a tientas en el infierno que suelen sumergirse los reporteros comprometidos.

Capturé en no pocos casos las últimas declaraciones de activistas y agentes policiales honestos que como pago fueron asesinados. A ellos, a su memoria, debo todas las palabras de reconocimiento.

Sí, las palabras rompen huesos pero también salvan personas y en esto del periodismo hay que creerlo. Hay que creérselo.

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