CRÓNICAS DE UN LAGUNERO EN CHIHUAHUA
En Torreón moríamos de calor cuando fuimos inmortales. Éramos jóvenes de agua o de vapor a más de 40 grados. De día y de noche y sin la comodidad de los actuales paliativos refrigerantes éramos niños y jóvenes y viejos probando el aliento del infierno.
Corrían los años 80 cuando tuve conciencia del calor y en carne propia escribí mis primeros versos de amor en una habitación colmada de sopor y de fantasmas.
Los ventiladores de filosas aspas a los que muchas madres atribuyeron la mutilación de varios miembros de sus traviesos hijos, eran materia escasa, arrumbada o disfuncional en muchos hogares. Por eso es que la resignación de esos tiempos nos llevó a enfrentar al calor de madrugada en cueros y las regaderas de agua indeseablemente tibia no dejaban de fluir en centenares de ardientes hogares laguneros.
Padecimos el calor del desierto por más de 10 meses y el frío que muy pocas veces trajo una nevada a nuestra amada región colocó anodinas chimeneas en viviendas construidas por friolentos arquitectos en las primeras tres décadas del siglo 20.
Ahora el confort de los espacios que habito y el clima más benigno de la ciudad de Chihuahua casi me llevó a olvidar que ya probé alguna sala del ardiente averno.
La loca infancia me llevó alguna vez a estrenar una chamarra de contrabando a finales del calcinante agosto lagunero, pero me la quité al poco tiempo, ante la advertencia materna de que sería llevado al manicomio.
Mucho podría hablarse del efecto que el calor tiene en nuestro recuerdo y de cómo, al pasar lo peor pronto se olvida. Pero la ausencia de ese picor ardiente pronto se mete en nuestras melancolías cuando llega el frío, que rasga, que hiere, que mata por estas tierras, más al norte.