Por Enrique Lomas Urista
Hoy le tocó a Clarita día de oler carne y me ha invitado. Su padre, el mariachi cruel, tiene una variada forma de torturarla y ahora he decidido acompañarla por el puro placer de compartir algo con esa mugrosita a la que amo con locura.
El trompetista descomunal me observa con recelo, sentado a todo lo ancho de la única silla de madera de la casa en la que vive con la niña a la que martiriza, sin falta, todos los viernes, obligándola a freír un delgado trozo de carne sobre la antigua estufa de leña hasta donde sube Clarita trepando sobre un bote mantequero, cuadrado y abollado.
Al contacto con la grasa hirviente crepita el tormento de Clarita, y el mío. Aunque la niña está de espaldas al mariachi y a mi vista, puedo adivinar que su boquita saliva y babea igual que la mía.
Un odio compartido crece, como el hambre, en nuestros estómagos y el mariachi se burla de ambos con una risita de bruja que casi lo ahoga.
El padre de Clarita interrumpe las risotadas para tragar de dos bocados la oblea de carne que disfrutan nuestras narices.
La pequeña Clarita baja de un salto del bote y sus piecitos desnudos apenas si dibujan dos huellas sobre el piso de terrado.
El monstruo cierra la función de olfato con un eructo sonoro y los dos aprovechamos para salir al campo en donde nos esperan unas tortitas de barro que Clarita impregnará con algo de la grasa de carne que ha traído entre sus manitas.
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