México está tan tensionado y tan desgarrado que la redistribución de la riqueza es un imperativo para que el cáncer de la violencia no siga carcomiéndonos y no se generalicen los estallidos sociales parciales que vamos padeciendo
Víctor M. Quintana S.
No fue el COVID-19; fueron vigorosos movimientos de protesta durante todo 2019 los que marcaron que el neoliberalismo se ha agotado. Se dieron por todo el mundo, en América Latina, principalmente en Chile, Ecuador, Colombia y Haití. Movimientos por el deterioro de los niveles de vida, el aumento de la desigualdad y la falta de representatividad del sistema político.
En México no se dieron esos movimientos, tal vez porque la inconformidad con el modelo de globalización excluyente se expresó de manera político electoral, con el impresionante tsunami que le dio el triunfo en las elecciones presidenciales de julio de 2018 a Andrés Manuel López Obrador y su partido, MORENA.
Eso lo sabe bien López Obrador: que el mandato de las urnas y su compromiso con el pueblo de México lo obligan a terminar de tajo con el modelo neoliberal que aún mantiene al 57% de la población del país en extrema pobreza, y poner en marcha un nuevo modelo de desarrollo que ponga a quienes han sido más excluidos por delante: Por el bien de todos, primero los pobres.
Esta urgencia de transformación del modelo de desarrollo la han enfatizado la pandemia del COVID-19 y sus consecuencias: a la fecha ya se han perdido 550 mil puestos de trabajo, se calcula que habrá entre 8 y 10 millones de pobres nuevos al final del año. Y contando…
En un comunicado del domingo 10 de mayo titulado “La nueva política económica en tiempos de Coronavirus” López Obrador plantea el núcleo duro del nuevo modelo: Está basado en un “Estado de bienestar igualitario y fraterno”. Rompe con el neoliberalismo y los modelos anteriores. Sus valores orientadores son: democracia, justicia, austeridad y honestidad. Surge de la propia Nación, no de las recetas del sistema financiero internacional. El financiamiento para el desarrollo provendrá de los fondos que se liberen de la lucha contra la corrupción, no de las líneas de crédito que endeuden al país con organismos internacionales y lo sometan a sus condiciones.
El Estado promoverá el desarrollo para garantizar el bienestar del pueblo, dando preferencia a la población pobre, después de haber sido negada o despojada por el modelo anterior. La meta es otorgar apoyos al 70 por ciento de la población en pobreza y al 30 por ciento restante darle la oportunidad de hacer negocios, obtener ganancias lícitas, progresar sin ataduras.
Es un modelo abierto a la globalización económica: empleará al Tratado de Libre Comercio México-Estados Unidos-Canadá, TMEC como palanca para atraer más inversión extranjera y crear empleos. Se basa en la pluralidad: de posturas políticas, de condiciones socioeconómicas, de creencias, de regiones, de ideologías, de identidades, de preferencias sexuales.
Este plan de recuperación económica desecha la obsesión tecnocrática de medirlo todo en función del mero crecimiento, lo fundamental es la distribución equitativa del ingreso y de la riqueza. Por eso López Obrador le apuesta a cuestionar los indicadores convencionales de la economía como el crecimiento del PIB y encontrar otros que midan el bienestar y la inclusión de las personas.
En la misma línea del cambio de modelo de desarrollo abonan las cinco propuestas de reformas que publicó el presidente nacional de MORENA, Alfonso Ramírez Cuéllar el 17 de mayo, orientadas a evitar la concentración de la riqueza, garantizar los derechos básicos de la población y el empleo eficiente de los recursos públicos para favorecer a los sectores más vulnerables de la población, partiendo de establecer en la Constitución como concepto y propósito básico. A pesar del escándalo que se hizo al malinterpretar una de las propuestas de Ramírez Cuéllar como un intento de irrumpir en los domicilios de las personas a revisar el patrimonio (cosa que fue rechazada por el mismo López Obrador), la sustancia de las mismas busca darle fundamento e instrumental institucional al propósito de construir un nuevo modelo que, por fin, empiece a hacer justicia a las mayorías empobrecidas y a las clases medias precarizadas de este país. Esto hasta Carlos Slim lo acaba de reconocer.
Si el gobierno de López Obrador logra consolidar estos propósitos habrá marcado un hito en la orientación de la economía y la sociedad de este país. Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas y hasta fines de los años 70 México fue uno de los pioneros en el modelo de “desarrollo establilizador” de sustitución de importaciones, con ampliación del mercado interno. A partir de 1982 ese modelo fue violentamente sustituido por el neoliberal, impuesto por el llamado “Consenso de Washington”. Ahora, comienza la era del “Estado de bienestar, igualitario y fraterno”.
Y no es ocurrencia de AMLO y sus seguidores. Este país está tan tensionado y tan desgarrado que la redistribución de la riqueza es un imperativo para que el cáncer de la violencia no siga carcomiéndonos y no se generalicen los estallidos sociales parciales que vamos padeciendo. Por el bien de los empresarios, de las clases medias, de los intelectuales, de todos, primero los pobres.
El rumbo esta trazado y la voluntad política para seguirlo, también. Bases y justificaciones sociales, las tiene, pero también múltiples tareas y desafíos: hay que tender puentes y construir consensos, no hay que conformarse con la favorable correlación de fuerzas. A las acciones desde arriba deben corresponder las movilizaciones desde abajo, a través de la participación democrática que module y adapte el modelo “todo nuevo” a la diversidad regional y sectorial de nuestro México. La autoridad moral se ha ganado, la dirección se ha trazado, pero hay que fortalecerlas y ampliarlas cada día.